miércoles, 31 de diciembre de 2014

DEFENSA DE LA TREGUA

Este artículo fue escrito en julio del 2014, a petición de mi amigo Jaume Segura Socías, el embajador de la Unión Europea en El Salvador, quien a su vez es integrante del Consejo de Redacción de la revista Tiempos de Paz de España. 
El artículo salió publicado en Tiempos de Paz en su número 113 correspondiente a verano 2014, que salió de imprenta en octubre bajo el título: Centroamérica hoy: Retos y desafíos.
 

Resumen

El proceso de reducción de violencia de las pandillas, iniciado con ‘la tregua’ en marzo 2012, produjo en El Salvador una disminución de homicidios de 12 a 6 diarios. Se construyó un sistema de mediación, con participación de alcaldes, religiosos, y líderes de las pandillas. El gobierno facilitó el funcionamiento de la mediación.
Los principales supuestos de ‘la tregua’:
-Sustituir la estrategia de desmantelar las pandillas por otra de insertarlas en la sociedad;
-Gran parte de los 40-60 mil pandilleros estarían dispuestos a abandonar la delincuencia, si se les abrieran espacios de inserción productiva y se transformaran los guetos;
-La reinserción requiere concertación con las pandillas;
-El gobierno tiene que asumir dos funciones: facilitar mecanismos de mediación; e invertir en el desarrollo de los barrios.
Sin embargo, estos supuestos no fueron aceptados por la sociedad, y en junio 2013, en plena campaña electoral, el gobierno se desmarca de la tregua. Al asumir en junio 2014 el nuevo gobierno, pandillas y mediadores expresan que mantienen sus compromisos con el proceso de pacificación y exigen al gobierno que resuma su rol de facilitación y que invierta en la transformación de los barrios.


 

DEFENSA DE LA TREGUA

Han pasado dos años y medio desde que se gestionó en El Salvador la tregua entre las pandillas. Durante 15 meses (entre el 9 de marzo del 2012 y el 1 de junio del 2013, cuando un nuevo ministro de Justicia y Seguridad asumió el mando y prohibió que funcionarios del Estado siguieran facilitando los mecanismos de la mediación que hizo posible el pleno funcionamiento de la tregua), este acuerdo produjo una inédita y sostenida reducción de los homicidios de un promedio diario de 13 a un promedio diario entre 5 y 6 homicidios.  
Desde el 1 de junio del 2013 el gobierno no sólo ha dejado de facilitar los mecanismos de la mediación, sino comenzó a deslegitimizarlos, obstaculizarlos, e incluso criminalizarlos. A pesar de esto, la tregua sigue siendo hasta la fecha un factor reductor de la violencia, no sólo de los homicidios, sino de toda la conflictividad relacionada con las pandillas, debido a la voluntad de la dirigencia de las pandillas y de los mediadores de sostener el proceso iniciado con la tregua. No obstante, hoy “la tregua” es mala palabra en El Salvador. La contraofensiva desde adentro del sistema de seguridad (fiscalía, policía, inteligencia, ministerio de Justicia y Seguridad), de parte de los medios de comunicación y la oposición política, y sobre todo de parte de Washington, ha sido tan fuerte que incluso muchos de los gestores y defensores de la tregua hoy prefieren eliminar del discurso político el término “tregua”.
 

Como surge la tregua: los antecedentes

En junio del 2009, asumió por primera vez el poder el FMLN, el partido político surgido de la guerrilla luego de los Acuerdos de Paz del 1992. Llegó a Casa Presidencial Mauricio Funes, un periodista de televisión escogido por el FMLN como candidato no-partidario, para romper el mayoritario rechazo de los electores a una izquierda anclada en los dogmas del anti-imperialismo y anti-capitalismo de la guerra fría. En las negociaciones que Funes y su grupo sostuvieron con el FMLN para definir las cuotas de poder en el futuro gobierno, el área Seguridad quedó bajo control del partido, mientras que el área económico quedó bajo control de los llamados “Amigos de Mauricio”.
El FMLN asume la dirección en el Ministerio de Justicia y Seguridad, en la Policía Nacional Civil (PNC), en el Organismo de Inteligencia del Estado (OIE) adscrito a Casa Presidencial, en Inteligencia Policial, en la Dirección General de Centros Penales, en la Academia de Seguridad Pública. Se formó un gabinete de seguridad coordinado por otro cuadro partidario, el Secretario de Asuntos Estratégicos de la Presidencia Francis Hato Hasbún.
El único integrante de este gabinete de seguridad no perteneciente al FMLN fue el ministro de Defensa, el general David Mungúia Payés. Y desde el principio tuvo divergencias con las políticas de Seguridad desarrolladas por el FMLN. Estas divergencias tuvieron como punto de partida el análisis de los problemas a enfrentar. Mientras el ministro Melgar, el director de la PNC y los militantes del FMLN que dirigieron el Organismo de Inteligencia del Estado y la inteligencia policial sostuvieron que el alto nivel de homicidios y otras formas de violencia delincuencial se debía principalmente al crimen organizado vinculado al narcotráfico, el ministro de Defensa y su inteligencia militar sostuvieron que el principal causante de la inseguridad en el país eran las pandillas. Unos hablaron de un máximo de 30% de los homicidios relacionados a pandillas, los otros del 80%. Por tanto, los militares demandaron en el gabinete de Seguridad una revisión de las prioridades y estrategias. Nadie les hizo caso.
Durante los primeros dos años del gobierno Funes, la tasa de homicidios -ya alta al final de la administración Saca con su énfasis en estrategias de “mano dura”- se mantuvo igual o incluso en aumento, a pesar de la orden del presidente de sacar a buena parte de la Fuerza Armada a la calle para reforzar la policía. Luego de un año de tener al ejército desplegado y no ver resultados en cuanto a más seguridad y menos homicidios, la opinión pública comenzó a volcarse contra el gobierno y contra el FMLN como la fuerza que controlaba las políticas de Seguridad y la PNC. A esto se sumó una creciente presión por parte del gobierno de Estados Unidos y de la opinión pública.
En octubre del 2011, el presidente ya no resistió la presión y anunció un cambio radical en su gobierno: le quitó al FMLN el control del área Seguridad, y lo encargó a dos generales del ejército. El ministro de Defensa, general David Munguía Payés, asumió como ministro, y el general Francisco Salinas como director general de la Policía Nacional Civil. Al mismo tiempo, el presidente le quitó al partido FMLN el control de los aparatos de inteligencia. En la inteligencia policial, el nuevo ministro Seguridad puso oficiales de su confianza, sustituyendo a todos los cuadros del FMLN; y en la Ofician de Inteligencia del Estado asumió la dirección un estrecho aliado de Munguía Payés, el ingeniero Ricardo Perdomo. Lo que por una parte pareció una concesión a la opinión pública, que para enfrentar la delincuencia mayoritariamente confía mas en la capacidad de los militares que de la policía y ciertamente del FMLN, por otra parte fue una afrenta muy sensible para el FMLN. Inmediatamente surgieron, dentro del partido y en círculos de derechos humanos, protestas contra una supuesta militarización de la seguridad pública.
Para sorpresa de todos, los dos militares, en vez de corresponder al grito de una población frustrada y angustiada que exigía que los militares, ya que estaban metidos en Seguridad, ejercieran más represión, decretaran estados de excepción en los municipios más afectados por la violencia, y que declaran la guerra a las pandillas, hicieron lo contrario. Abrieron, por primera vez, el espacio para el desarrollo de políticas alternas de Seguridad nunca experimentadas en El Salvador., basadas en la búsqueda del diálogo y la inserción de los sectores al margen de la ley.
El análisis sobre las pandillas como causantes principales de la violencia ahora fue asumido y confirmado por todos los tres aparatos de inteligencia (militar, policial, y civil), que por primera vez comenzaron a trabajar coordinadamente. En base de la premisa era que el 80% de los homicidios estaba relacionado con las pandillas; y que dentro de este universo, el 90% estaba relacionado con la guerra declarada entre las diferentes pandillas, el nuevo gabinete de Seguridad, ahora presidido por el general Munguía Payés, definió un eje prioritario de la estrategia de seguridad: parar la guerra entre las pandillas.
Teóricamente había dos vías de lograr esto: una por la fuerza, comprometiendo a las pandillas en una guerra frontal con el Estado, su policía y sus Fuerzas Armadas. Esta opción tuviera como finalidad derrotar y desmantelar las pandillas. Y la otra por la vía del diálogo, asumiendo que entre el liderazgo histórico de las principales pandillas (el Barrio 18 y La Mara Salvatrucha MS13) podría existir la disposición de desescalar el conflicto. Esta asunción se basaba en indicios que la primera generación de pandilleros, que ya llegaba a los 40-50 años de edad, había generado dudas si tenía sentido continuar la guerra entre pandillas y la confrontación con el Estado, debido a la manera cómo afectaban a sus respectivos barrios y comunidades.

Como surge la tregua: los protagonistas

Esta asunción no salió de la nada, ni mucho menos de las salas estratégicas de un Estado Mayor o de un gabinete de Seguridad. Surgió más bien de un producto colateral. Cuando Munguía Payés aun era ministro de Defensa, dos de sus asesores le comenzaron a hablar de la necesidad de abrir canales del diálogo con los jefes de las pandillas, todos recluidos bajo aislamiento en el penal de máxima seguridad de Zacatecoluca – con un solo objetivo: explorar si el desborde de la guerra entre pandillas (y que afectaba a comunidades enteras) realmente era producto de la decisión consciente de sus líderes históricos, o si más bien era producto de la pérdida de control sobre sus pandillas que estos líderes históricos habían sufrido debido a su condición de aislamiento en Zacatecoluca.
Muchos dirían que por ser militar, David Munguía Payés no iba a poner mucha atención al planteamiento de asesores civiles que le advirtieron no casarse con ninguna estrategia de guerra contra las pandillas, mientras no se explorara otras soluciones. Más bien es cierto que precisamente por ser buen militar, Munguía Payés decidió por lo menos a explorar la otra vía, la del diálogo. Primero, como militar conoce los enormes costos (materiales, financiero, políticos y morales) de cualquier intento de dar solución militar a un problema que consiste en la existencia de unos 40 a 60 mil pandilleros violentos en el país, que además tienen arraigo en las comunidades donde surgieron y se expandieron. Declarar la guerra a las pandillas significaría declarar la guerra a un contingente social de por lo menos medio millón de personas, y en muchas comunidades a la mayoría de la población.
Segundo: un buen militar (o un buen policía) sabe que cuando está acorralando a un adversario, o tiene la capacidad (y la disposición) de eliminarlo, o le deja una vía de escape. En el caso de la pandillas en El Salvador, es concebible diseñar estrategias que pongan contra la pared a las pandillas, pero es totalmente inconcebible apuntar a su eliminación. Un estado y una sociedad no pueden proponerse eliminar a 60 mil pandilleros, ni matándolos, ni echándoles presos. Mucho menos cuando son expresión de una población mucho más amplia que se encuentra al margen de la ley, de los valores compartidos y de la vida económica del país.
Los datos de inteligencia que indicaban que El Salvador tiene unos 40-60 mil pandilleros, que representan un contingente social de medio millón, y que el 80% de los homicidios se deben a la guerra entre estas pandillas, obligaba a explorar si hay métodos de diálogo para parar esta guerra, y de definir una meta alternativa al desmantelamiento de las pandillas: su inserción.
Los dos asesores del general Munguía Payés fueron: monseñor Fabio Colindres, obispo de la Iglesia Católica; y Raul Mijango, un ex-comandante de las fuerzas especiales de la guerrilla. Colindres, a quien como capellán militar también le toca la atención pastoral de la población de las cárceles, no es un representante de la teología de liberación, sino más bien del ala conservador de la Iglesia salvadoreña. Él fue el primero que de sus visitas al penal de máxima seguridad de Zacatecoluca, donde estaban recluidos todos los líderes históricos de las diferentes pandillas, trajo la impresión que algo estaba pasando en la mente de ellos. Algo que no lo sabían articular, que no lo estaban discutiendo entre ellos, pero que le expresaban a él como sacerdote. Colindres reportaba que este algo no era debilidad, no era la disposición de rendirse, sino más eran bien dudas y cuestionamientos respecto a las formas que el activar de sus pandillas habían adquirido, sobre todo la guerra sin cuartel entre las pandillas y la manera como esta estaba afectando a sus familias y su relación con sus barrios. Entonces, Colindres estaba planteando al ministro que había que explorar este fenómeno y las posibilidades que podría abrir.
El ministro de Defensa, quien estaba observando el fracaso de todas los planes anti-delincuenciales de su gobierno y que estaba preocupado que su Fuerza Armada, que ya estaba desplegada en las calles junto a la PNC, iba a ser parte de este fracaso, decidió abrir espacio a esta exploración que planteaba su capellán militar. Ahí entró Raul Mijango, a quien Munguía Payes pidió acompañar a monseñor Colindres en sus visitas a Zacatecoluca y otras cárceles. El general le pidió una segunda opinión a este ex-guerillero convertido en su amigo y asesor.
Raul Mijango no es el típico guerrillero transformado en funcionario de su partido o del gobierno, sino un eterno rebelde, que en el 2003 abandonó las filas del FMLN luego de largas luchas por convertirlo en una fuerza democrática y abierta a la ciudadanía.
Las primeras discusiones, de las cuales luego surgirá la decisión política del gobierno de dar espacio a la generación de la tregua entre las pandillas y al rol de Colindres y Mijango como mediadores, primero entre las diferentes pandillas, luego entre las pandillas y el gobierno y la sociedad civil, tuvieron lugar entre estos tres hombres: un general del ejército convertido en el ministro de defensa del primer gobierno conducido por la ex-guerrilla; un comandante guerrillero disidente del partido FMLN; y un obispo del ala conservador de la Iglesia Católica. Es una escena que no la comprarán a ningún guionista, por ser demasiada fantástica.

Los otros protagonistas: los integrantes de las “ranflas”

“Ranfla” se llama la máxima dirigencia de una pandilla. Son grupos de 15 a 20 jefes, todos veteranos, y casi todos presos, la mayoría cumpliendo largas penas. A principios del 2012, todos los integrantes de la diferentes ranflas estaban concentrados, bajo régimen de aislamiento, en el penal Zacateculoca. Ahí nació la tregua.
Luego de que monseñor Fabio Colindres, en docenas de pláticas individuales con los líderes históricos de la pandillas, se percatara de sus dudas y cuestionamientos sobre el futuro de sus pandillas, de ellos mismos, de sus familias y de sus comunidades que originalmente declararon proteger (de pandillas rivales y de las autoridades); y luego de que Raul Mijango se convenciera que la lectura del obispo era correcta y merecía atención, el primer gran reto de estos dos mediadores fue cómo romper el tabú y conseguir que los jefes pandilleros compartieran entre ellos sus dudas y sus ideas. Una vez que lograron reunir a los principales líderes de la misma pandilla (y luego de la otra, por separado), el efecto era sorprendente: darse cuenta que los otros compartían el mismo análisis liberaba a cada uno del miedo de que sus dudas fueran muestras de confusión, o de haberse vuelto débil por el régimen de aislamiento. Muy rápido llegaron al consenso que era su responsabilidad como ranfla parar la escalada de violencia, en la cual se habían metido sus organizaciones – violencia entre pandillas, violencia contra la población y violencia entre padillas y estado.
El siguiente desafío era reunir a los dirigentes de las diferentes pandillas, una tarea difícil luego de años de enfrentamiento, odio y resentimientos. Nuevamente, una vez que se logró superar esta barrera, llegar a entendimientos era fácil. La experiencia de que los jefes de la pandilla contraria tenían las mismas reflexiones, abrió rápido el camino a negociar la tregua.
Mientras tanto, David Munguía Payés, quien estaba al tanto del desarrollo de la mediación, ya había asumido, el 22 de noviembre del 2011, el ministerio de Seguridad y podía facilitar con agilidad las visitas en el penal de Zacatecoluca y los permisos para efectuar las reuniones entre los dirigentes de las diferentes pandillas. La primera ruptura con los dogmas de mano dura vigentes desde hace más de 10 años, bajo tres presidencias diferentes. Uno de estos dogma fue: aislar a los jefes,  precisamente para evitar que se pusieran de acuerdo.
En febrero del 2012, los mediadores tenían la aprobación del acuerdo inicial de la tregua. Las ranflas de las tres pandillas principales lo habían firmado: MS13, el Barrio 18/Sureños y el Barrio 18/Revolucionarios. Las tres fracciones, que durante años se habían matado en permanentes disputas de territorio, acordaron básicamente un cese al fuego, que implicaba que cada uno mantuviera el control actual del territorio, que ninguna pandilla iba a interferir en los barrios dominados por los otros, y que juntos con los mediadores iban a poner en práctica mecanismos alternativos de solución de conflictos.
Las “ranflas” de cada pandilla, pero en especial grupos reducidos de 4 o 5 jefes de cada pandilla, se convirtieron en garantes de la tregua. Entre ellos Borromeo Enrique Henríquez “El Diablito de Hollywood”, Dionisio Arístides Umanzor “El Sirra”, y Carlos Tiberio Ramírez Valladares “Snider” de la MS13; Carlos Ernesto Mojica Lechuga “El Viejo Lin”, Carlos Barahona “Chino Tres Colas” de los Sureños del Barrio 18; y César Daniel Renderos “Morrison”, Víctor Antonio García Cerón “El Duque” de los Revolucionarios del Barrio 18. Ellos son los otros protagonistas de la tregua – e igual que el general, el comandante y el obispo pusieron todo su prestigio en línea para hacerla funcionar. Y en el caso de ellos, también su vida.
Había nacido el germen inicial de un sistema nacional de mediación. Mientras en los medios siempre se habla de dos mediadores -Raul Mijango y Fabio Colindres-, de hecho se construyó todo un sistema que a pocos meses llegó a incluir a  docenas de colaboradores a nivel regional y municipal, por una parte religiosos y otros voluntarios, por otra parte docenas de pandilleros, en las cárceles y en las comunidades, que se dedican a resolver conflictos y reducir la violencia.

La decisión de fondo: devolver el mando efectivo de las pandillas a sus dirigentes históricos

Antes de que esto se pudiera poner en práctica, había que resolver un problema serio: Desde su confinamiento en Zacatecoluca, bajo régimen de aislamiento, los signatarios de la tregua no podían garantizar su implementación. La tregua, aunque nació como acuerdo entre las pandillas, solo iba a funcionar si el Estado facilitaba los mecanismos de mediación. La tregua que contrario a todas las acusaciones de sus detractores no es resultado de una negociación con el gobierno, sólo podía arrancar y comenzar a funcionar con facilitación del gobierno. La facilitación comenzó con dar autorización, por parte del Ministro y la Dirección General de Centros Pernales, a los mediadores Mijango y Colindres (y luego a un grupo más amplio, al cual pertenecería el autor de esta nota) a tener acceso libre a los reclusos, a poder convocar reuniones, y a efectuarlas sin supervisión de las autoridades. Este último elemento es clave, porque los mediadores, desde el primer momento, actuaron frente a los pandilleros como independientes del gobierno. No representaron al gobierno, nunca hicieron promesas a nombre del gobierno, sino actuaron como intermediarios, que por definición tienen que ser autónomos. Sin esta definición –y su coherente aplicación en la práctica- los mediadores nunca hubieran logrado construir los niveles de confianza con los pandilleros y sus voceros, sin los cuales nada del proyecto tregua hubiera funcionado.
Entonces, al tener el acuerdo inicial, el gobierno tuvo que dar un paso que no estaba preparado dar: de hecho: devolver al liderazgo histórico de las pandillas, el mando efectivo sobre sus estructuras, en las cárceles y en los municipios a nivel nacional.
Durante años ha sido objetivo central de la estrategia de seguridad de diferentes gobiernos, incluyendo el de Funes en su primera fase, romper las cadenas de mando de las pandillas. Para esto se ejecutaron grandes operativos para capturar a los jefes. Para esto se hicieron reformas al Código Penal para poder usar a pandilleros arrestados como testigos criteriados y así conseguir condenas largas para los dirigentes; por esto la construcción del penal de máxima seguridad en Zacateculuca; por esto todas las medidas restrictivas, muchas de ellas anticonstitucionales y de irrespeto a convenios internacionales, para quebrar la voluntad de los cabecillas bajo el régimen especial de aislamiento.
Y de repente vinieron un cura y un ex-guerrillero y convencieron a un general al cargo del ministerio de Seguridad que había que sacar a los cabecillas de Zacatecoluca y trasladarlos a las cárceles donde están sus lugartenientes – para que puedan retomar el mando de sus pandillas e implementar la tregua. Mucho indica que el gobierno como tal nunca se enfrentó con esta decisión de fondo que iba a cambiar sustancialmente la estrategia de la lucha contra el fenómenos de las pandillas. El ministro David Munguía Payés y el director de la PNC, general Francisco Salinas, se convencieron que valía la pena dar este paso insólito. Pero todo indica que nunca lo explicaron al presidente en estos términos, y nunca lo discutieron en el gabinete de gobierno. El presidente autorizó el traslado más como un paso táctico, sin evaluar todas las implicaciones estratégicas y filosóficas detrás de este paso. Lo autorizó, porque sus generales le dijeron que con esto iban a garantizar dos cosas: que las pandillas no iban a sabotear con actos de violencia las elecciones municipales y legislativas convocadas para marzo del 2012; y que poco después él iba a poder anunciar una drástica reducción de los homicidios – cosa que ningún de los últimos tres presidentes había podido anunciar.
Entre el 8 y el 9 de marzo del 2012 se efectuó el traslado de 30 miembros de las tres ranflas de Zacateculoca a los diferentes penales donde guardan prisión pandilleros. Los cabecillas de la MS13 fueron trasladados a los penales de Ciudad Barrios, Gotera y Chalatenango; los Sureños a Cojutepeque e Izalco; y los Revolucionarios a Quezaltepeque y la sección reservada para ellos en Izalco. Son las cárceles donde guardan prisión buena parte de las estructuras de mando regionales y municipales de las pandillas, y desde estas cárceles están controlando las operaciones en todo el territorio nacional. Claro que había dudas si los “trasladados” efectivamente iban a tener la autoridad y la voluntad para implementar la tregua. Pero estas dudas quedaron atrás cuando a los dos días, a partir del 11 de marzo del 2012, la curva de homicidios bajó de un promedio de 12 al día a un promedio entre 5 y seis. Y así se mantuvo mes a mes durante 15 meses, hasta finales de mayo del 2013, cuando los dos generales tuvieron que ser sustituidos. La Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia había fallado que como ex-militares no podían estar al cargo de instituciones de la seguridad pública. El presidente nombró como ministro al director de la Oficina de Inteligencia del Estado OIE, Ricardo Perdomo, pensando que iba a seguir la línea de Munguía Payés facilitando el ya complejo sistema de mediación y de reducción de violencia coordinado por Raul Mijango y Fabio Colindres. Fue el error más grave de su presidencia, porque le hizo perder el único éxito tangible de su gestión: la sensible  reducción de homicidios.

De una tregua hacia un proceso de paz y pactos locales

Lo que comenzó como una tregua entre dos pandillas trascendió en varias direcciones. Trascendió en el tiempo, al volverse sostenible. Nadie esperaba que la tregua podría sostenerse más de un par de semanas o meses. Se mantuvo durante 15 meses, que es el tiempo que los generales Munguía Payés y Salinas se mantuvieran al frente del gabinete de Seguridad. Incluso en el siguiente período entre junio 2013 hasta la fecha, cuando el gobierno ya no ejerció su rol de facilitador para la mediación sino más bien comenzó a obstaculizarla e incluso criminalizarla, la tregua como acuerdo entre las pandillas se mantuvo.
En estos 15 meses entre marzo 2012 y mayo 2013, la tregua también trascendió de un cese de hostilidades limitado entre dos pandillas a un proceso sistemático de reducción de violencia, que comenzó a abarcar todas las pandillas existentes en El Salvador, toda la población reclusa incluyendo “civiles” sin conexión con pandillas. Poco a poco, el acuerdo actual de cesar los enfrentamientos entre las pandillas, se amplió: surgieron compromisos las pandillas de declarar zonas de paz a las escuelas, de no seguir atacando unidades del transporte público, y de cesar ataques contra miembros de la PNC, de la Fuerza Armada y custodios de los penales.
Sin embargo, a partir de enero del 2013, todo este proceso iniciado por la tregua, comenzó a estancarse. No podía seguir avanzando en el ámbito político nacional, debido a la entrada del país en el proceso electoral y la incapacidad de los partidos de llegar a un acuerdo de no politizar el tema de la tregua. Los impulsores de la tregua, en este momento ya apoyados por sectores de la sociedad civil (Fundación Humanitaria, Iniciativa Cristiana por la Vida y la Paz) y muchos líderes comunales, decidieron que no era el momento político propicio para cambiar la opinión pública, la cual desde el principio se mantuvo muy escéptica frente a la tregua. “No hay tregua con las pandillas”  y “Ningún privilegio para los pandilleros presos” se volvieron las frases más populares en redes sociales y la campaña electoral de la oposición.
Para salvar el proceso, se decidió sacar la tregua del debate nacional, pero hacerla avanzar, o más bien aterrizar, en los lugares donde había condiciones de llegar a pactos locales de paz. Surgió el concepto de los “Municipios Sin Violencia”, en los cuales se logró concertar y poner en práctica pactos locales de paz, que iban mucho más lejos que la tregua inicial. Son concertaciones entre todos los actores del municipio, incluyendo las pandillas, para reducir la violencia, las extorsiones y para abrir espacios de inserción productiva, laboral, educativa y social para los pandilleros, sus familias y su base social. Pactos de este tipo se lograron concertar en 11 municipios, cinco de ellos gobernados por la oposición (Ilopango, Quezaltepeque, Apopa, Sonsonate y San Vicente), cinco otros gobernados por el FMLN (Ciudad Delgado, Santa Tecla, Nueva Concepción, La Libertad. Zacatecoluca), y uno administrado por un partido independiente de izquierda (Cambio Democrático, en Puerto Triunfo). En algunos de estos municipios se logró avanzar bastante en la reducción de la violencia, en unos pocos también en la reducción de las extorsiones y en proyectos de reinserción. La experiencia principal: sin avances en la reinserción no hay reducción de las extorsiones. Y sin apoyo del gobierno, no se puede avanzar mucho en la reinserción. El problema principal que limitó el éxito de estas iniciativas locales fue la ausencia de apoyo del gobierno.

La oportunidad no aprovechada

Precisamente esto resultó siendo la principal falla en la manera como el gobierno del presidente Funes se posicionó frente a la tregua: No la aprovechó como oportunidad, solamente la aprovechó para mostrar estadísticas favorables de homicidios.
El gobierno como tal nunca discutió la tregua como un elemento dentro de  la política pública integral, ni de seguridad pública ni mucho menos de inclusión social. Los promotores del proceso de reducción de violencia iniciado con la tregua nunca lograron que los responsables de las áreas financieras y de inversión social del gobierno, coordinados por el Secretario Técnico de la Presidencia Alexander Segovia, discutieran en serio cómo el gobierno podría reorientar recursos y redefinir prioridades para a) hacer sostenible el proceso de pacificación, y b) para aprovechar esta oportunidad para atacar las raíces sociales de la inseguridad. Simplemente no discutieron el tema. Lo dejaron al ministro de Seguridad, quien obviamente no tenía las competencias y recursos para hacer sostenible el proceso.
Cuando surgió el concepto de los Municipios sin Violencia, el gobierno prometió a las 11 alcaldías participantes acompañar sus esfuerzos de prevención y reinserción de jóvenes en riesgo con un total de 33 millones de dólares. Luego resultó que esta la suma de inversiones anteriormente presupuestadas, por ejemplo para construcción de puentes, etc. Al fin, las alcaldías no recibieron ningún refuerzo presupuestario y tuvieron que reducir al mínimo sus acciones para cumplir con los proyectos acordados en el pacto local por la vida y la paz.
Y como el gobierno no estaba dispuesto de invertir, tampoco la cooperación internacional y la empresa privada. El gobierno nunca entendió la importancia estratégica de la tregua, más allá del obvio beneficio que significaba la reducción de la tasa de homicidios. Nunca entendió la verdadera dimensión de la tregua. Con la tregua y sus mecanismos de diálogo, mediación y solución no violenta de conflictos se podía establecer en las comunidades, los barrios y los pueblos más afectados por la violencia una situación de distensión y concertación, que permitiría al gobierno, las iglesias, el sector privado implementar un plan integral de inversión social para revertir la exclusión social.

Transformar los guetos

Las pandillas y su violencia son un fenómeno de gueto. Nacen, se reproducen y se multiplican en conglomerados sociales de exclusión y marginación. Ahí es donde tienen sus bases sociales. La única estrategia viable de combatir la violencia pandilleril es intervenir los guetos y incluirlos en la vida productiva, social, cultural y democrática del país. Esto pasa por inversiones en educación, infraestructura, servicios básicos, salud y por la creación de empleos. La intervención que Estado y sociedad tienen que hacer para transformar los guetos es imposible mientras se encuentran en estado de guerra, de desconfianza, de polarización interna. Primero hay que parar la guerra, y luego reconstruir. No hay Plan Marshall sin anterior tregua que se convierta en paz. Y no hay tregua que se haga sostenible y se convierta en paz sin un Plan Marshall de reconstrucción y reinserción.
Por esta razón, todas las inversiones que Estado, cooperación internacional, ONGs e Iglesias han hecho en prevención, durante 15 años, no han tenido resultados. No han prevenido la violencia. Han sido percibidos por las pandillas y sus bases sociales, no como oportunidad para su inserción, sino como la otra mano de la mano dura. Así como en la concepción cívico-militar que los Estados Unidos implantaron en El Salvador en los años 80 los planes de acción cívica eran parte integral de la estrategia contrainsurgente, y así fueron entendidos y enfrentados por la guerrilla, los pandilleros reaccionan contra cualquier intervención civil y social que no busca la concertación con ellos y sus comunidades. Si no buscan concertación con las pandillas y sus bases, buscan debilitarlas y destruirlas, según su análisis.
En este contexto está la verdadera dimensión de la tregua, que en el gobierno Funes solamente lo entendieron pocos funcionarios, que no tenían la capacidad de convencer al gabinete de la necesidad de una redefinición de toda su inversión social en función de poder aprovechar las oportunidades que había abierto la tregua y sus subsecuente proceso de pacificación. Tampoco el sector privado y la oposición entendieron el verdadero potencial que la tregua, una vez hecha sostenible, podía tener para el desarrollo del país. Los promotores del proceso fallaron en sus intentos de poner la tregua en este contexto, y todo el país quedó discutiendo la tasa de homicidios, las extorsiones, y los supuestos privilegios que todo el mundo sospechaba que el gobierno había concedido a los pandilleros y sus dirigentes.
En el fondo, lo que gobierno, oposición, medios y sector privado no lograron aceptar es una nueva concepción que realmente sustituye la anterior de mano dura: en vez de buscar la erradicación de las pandillas, iniciar procesos que faciliten su inserción a la sociedad. Y para este proceso, convertir a los dirigentes de la pandilla en protagonistas. Ellos han llegado a esta conclusión, que se plasma en la frase que apareció en su primer comunicado conjunto cuando anunciaron la tregua: “Fuimos parte del problema y hemos decidido ser parte de la solución.” Y los mediadores agregaron otra conclusión: Sin ellos, o solamente contra ellos, no hay reinserción. O sea, la reinserción de las pandillas y sus bases sociales sólo puede ser un proceso colectivo, ordenado y concertado. Esto es, por otra parte, exactamente la conclusión que la mayoría de salvadoreños aun no están dispuestos de aceptar.

El fin de la facilitación por parte del gobierno

Ante la incomprensión de la opinión púbica y los permanentes ataques de los principales medios, de la oposición, de la fiscalía y de muchos dirigentes empresariales, el gobierno al fin, en junio del 2013, se desmarcó de la tregua. Para esto, se provechó del cambio de titulares en la PNC y el Ministerio de Justicia y Seguridad. El nuevo ministro Perdomo, como jefe de inteligencia estuvo involucrado activamente en todo el sistema de facilitación que los generales Munguía Payés y Salinas habían puesto en marcha para que la mediación y los mecanismos de solución de conflictos funcionaran y dieran frutos. Sin embargo, cuando asumió la coordinación del gabinete de Seguridad, convenció al presidente que esta política era insostenible en un año electoral, que el costo político de la tregua era demasiado alto. Con el aval del presidente comenzó sistemáticamente a desmontar todas las facilidades para la mediación. A partir de julio 2013 los mediadores y sus colaboradores ya no tuvieron acceso a las cárceles. Uno de los mecanismos más eficientes de la mediación para producir acuerdos entre las pandillas y compromisos de reducción de violencia y extorsiones (y garantizar su cumplimiento) fue reunir en el penal de Mariona a los jefes de distintas pandillas con los mediadores. A estas reuniones fueron trasladados internos de los diferentes penales, e incluso se facilitó el ingreso a estas reuniones de pandilleros claves que conducían las operaciones de las pandillas en las diferentes regiones. Esto facilitaba la agilidad de acuerdos, y generaba mecanismos de monitorear su cumplimiento. La última de estas reuniones tuvo lugar en junio del 2013, no tomando en cuanta una final que se celebró en enero del 2014, a petición directa de la OEA para poder cumplir su mandato de monitorear el proceso. A esta reunión el ministro ya no permitió la participación de Raul Mijango y otros mediadores claves.
Pero el ministro Perdomo no se limitó a obstaculizar el trabajo de mediación con estas medidas restrictivas, sino incluso hizo todo lo posible para criminalizar el trabajo de mediación, cuando se dio cuenta que esta seguía funcionando abriéndose nuevos mecanismos fuera de su control. Hay que entender la estructura muy vertical de las pandillas. Todo su poder de decisión está concentrado en las ranflas, y la gran mayoría de sus integrantes guardan prisión. Por tanto, el punto central de la mediación se encontraba en la prisión. Al no poder recibir visitas de los mediadores en los penales, ni mucho menos reunirse entre los liderazgos de las diferentes fracciones, las pandillas tuvieron que crear instancias nuevas, fuera de la cárcel, para coordinarse entre ellos y con los mediadores para seguir administrando la tregua.

Administrar la tregua

¿Qué significa administrar la tregua? Durante décadas, los mecanismos de resolución de conflictos en el mundo de la pandillas fueron exclusivamente violentos. Con la tregua no desaparecen los conflictos sobre territorios entre las pandillas, ni los conflictos internos. Es más, se suman nuevos conflictos a resolver, relacionados con la implementación de la tregua. En general, mientras no hay modificación de sus causas, los conflictos siguen reproduciéndose: entre pandillas, dentro de las pandillas, en la comunidad, con las autoridades.
No es por un compromiso firmado en un papel que las pandillas adquieren la capacidad de manejar todo este potencial de conflictividad sin el uso de violencia – que es la idea de la tregua. Se necesita desarrollar mecanismos alternos y no violentos. A esto nos estamos refiriendo cuando hablamos de un “sistema de mediación”, que abarca a los mediadores principales, sus colaboradores, pastores, padres, ONGs, alcaldes, y (obviamente) pandilleros claves.
Para hacer funcionar esto, y validar las decisiones y medidas, a partir de junio 2013 ya no se podía con agilidad recurrir a las instancias de liderazgo concentrados en los penales. Entonces, las pandillas tuvieron que crear fuera de las cárceles nuevas instancias de coordinación y les dieron autoridad de decisión. Con estas instancias trabajan los mediadores, los alcaldes, las iglesias y las ONGs involucradas. Es menos ágil que el mecanismo anterior – y mucho más vulnerable a la persecución policial y de la fiscalía. Docenas de pandilleros que dieron la cara para participar en estos esfuerzos de mediación han sido capturados, en muchos casos simplemente por pertenencia a una pandilla.
El resultado: la mediación es menos ágil, menos eficiente, y no logra abarcar todos los conflictos a resolver. Al mismo tiempo que la capacidad de los lideres de las pandillas de intervenir disminuye, por decisión del gobierno, crece la confusión entre las bases de las pandillas. De sus dirigentes escuchan que la tregua tiene vigencia, del ministro, jefe de policía, fiscal general y los medios escuchan todos los días que la tregua fracasó. Además, el gobierno desde junio del 2013 ya no deja hablar a los signatarios de la tregua mediante los medios.
El resultado: a partir de junio del 2013 vuelven a subir los homicidios. Loa pandilleros sostienen que no es por decisión de ellos sino por la situación creada por el gobierno Funes en su último año, obstaculizando a la mediación.

¿Cómo seguir?

Hasta la fecha del cierra de esta nota (30 de julio del 2014) es imposible saber qué decisiones va a tomar el nuevo gobierno del FMLN presidido por Salvador Sánchez Cerén que asumió el 1 de junio. Parece que en este gobierno hay más comprensión de la necesidad de una fuerte inversión social focalizada en las comunidades conflictivas, y que la transformación de estos guetos no será posible sin mecanismos de concertación, incluso con las pandillas. Hay indicios que entienden que para esto, primero tienen que volver a bajar los niveles de confrontación y miedo en las comunidades – y que para esto tendrán que restablecer los mecanismos exitosos de la mediación.
Pero poco indica que están dispuestos de asumir el costo político que esto tendrá, y por tanto no quieren asumir una posición clara y transparente. Y tampoco hay indicios que están dispuestos a trabajar con los mediadores independientes. Per una parte su condición de independencia del gobierno y del partido es precisamente la condición para que la mediación pueda jugar su papel, pero por otra parte esta independencia constituye un serio problema para un partido que desconfía de quienes no puede controlar.
Si el nuevo gobierno logra superar estos dos miedos (a la transparencia y el debate abierto en la sociedad; y a la independencia de los mediadores), tiene buenas condiciones para regresar rápido al grado de distensión que el gobierno anterior abandonó en junio del 2013, y para hacerlo sostenible con una política integral de inversión social en las comunidades conflictivas.